Injusticia.

Hay unos ojos que no quiero ver más nunca.
Y son aquellos que no sean los tuyos.

Cariño, no estoy dispuesta a volver a verte si no es con amor tu mirada,
si no es con caricias y un beso tu saludo.

Si te soy honesta, ya ni sé a quién le escribo.
Porque sé que hace mucho te fuiste,
y porque sé que yo, aun volviendo, no puedo volver.

Cariño, me dejaste tirada masticando el amor que te tenía,
como quien es abandonada en una isla
y se ve obligada a mutilar su propia mano para tener algo que comer.

Así yací —eternamente— durante mil noches
que fueron mi espera por unos malditos siete días,
sin saber a qué lápida llorar.

Y cuando finalmente me diste la ubicación del amor que mataste,
no me sentí ni un poquito mejor,
pero pude moverme hasta allí
y entender que por tener fe fue que perdí.

Quisiera no haber confiado ni un poquito,
porque este maldito amor es muy grande
y yo sola no puedo con él.
Está malcriado, hastiado de divagar,
y aunque le diga que por favor se hunda en el río como Virginia Woolf,
o que, si quiere algo tan inmenso como él mismo, vaya tras Storni,
no me deja en paz.

El infeliz, en cambio, 
no me suelta los tobillos en el día,
no me deja avanzar.
Y en las noches, no tiene punto medio:
o me ata las manos,
o me las llena de sangre para drenar su dolor.

¡Su dolor!
¡Porque ya no quiero que sea mío!
¡No quiero esa responsabilidad!

¡¿Cómo me hiciste crear esto tan grande, anhelarlo,
para luego dejármelo encima?!

Injusticia.
Eso es todo esto.
Una maldita injusticia.

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