El dolor no da tregua.

Llegué a suplicar por cada fragmento, 
por cada trocito de mí que estaba quedando en el suelo,
explicándole 
-no sé a quién, no sé a qué-
que cada vez se me hacía mucho más difícil recogerlos.

Aún así, la vida seguía rompiéndome, y yo, terca, seguía levantando cada pedazo. Queriendolos sostener, abrazar y finalmente fijar en el mismo sitio.
Todo esto en vano, por supuesto.
Nada volvió a encajar.

El desgarro venía desde mi terquedad.

Porque cada uno de esos trocitos tenían también partes de vos, y bajo ninguna circunstancia los quería perder. 
Prefería odiarlos de vez en cuando -por el dolor ocasionado-, antes que dejarlos ir...
Antes que dejarte ir.

Acepto, ahora, que esa terquedad vino de la desesperación de querer salvarnos. 
Porque, maldita sea, te amé demasiado.

Llegué a pensar "Si pierdo estas partes de mí, y algún día nos volvemos a encontrar... Podrías no reconocerme." Y el miedo me paralizaba. 
¡¿Cómo dejaba esos fragmentos en el suelo?!

Acepto, ahora, que esa terquedad vino de la desesperación de querer salvarnos. 
Te quise tanto...


Acepto, ahora, una realidad que no da clemencia:

El dolor no da tregua.

Y lo tienes que sentir hasta caerte a pedazos,

y lo tienes que sentir hasta que no puedas recogerlos,

y lo tienes que sentir hasta que no te queda de otra, sino, crear desde cero, fragmentos nuevos.


A través del abismo del dolor, nadie sale siendo el mismo.

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