No me sorprende nada de nada.

No me sorprende...
Que la tristeza haya llegado con vendas, y cadenas
haciéndome ciega y prisionera a la vez.
Pero es que tampoco me sorprende de mí el haber cerrado los ojos antes,
mucho antes;
ni haber abrazado mi cama como si sólo allí hubiese oxígeno suficiente para poder seguir.

Ni una cosa, ni la otra.

En mí se van rompiendo las conjeturas que había estado formando
por acá una idea
y por allá, lejos, en algún sonar de viento perdido... otra.

Ni una cosa ni la otra, no veo, no me puedo mover... Pero, carajo, cómo es que siento tanto, tanto,
estando tan lejos, lejos de mí, a veces. O suponiendo que estuve tan lejos, lejos.

Y si no, ¿por qué estoy tan exhausta, entonces? ¿Por qué apenas puedo respirar?
Creí haber corrido tan lejos...
Creí.

Pero la tristeza siempre me alcanza.
Y me trae uno que otro cigarrillo, para respirarla mejor; para ahogarme con más sentido.

¿No es así, tristeza, querida?
Acompáñame, vamos al ventanal; y ya que no puedo ni ver, ni moverme, ayúdame a llegar.

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